domingo, 24 de junio de 2007

Encuentro de Javier

 

Para J y Ana



Ana miró el reloj por enésima vez esa tarde .El reloj que parecía estar inmóvil con las manecillas conjuradas a no desplazarse. Esa tarde estaba un poco más inquieta de lo habitual. Revisó sus papeles, envió unos correos electrónicos pendientes, realizó un par de llamadas. Todas actividades que culminaban con su día laboral .Un largo día con una decena de actividades de diferente importancia y complejidad.
Otra vez la mirada en el reloj. Era la hora de salir del trabajo y tras no tener de otras cosas que ocuparse por ese día se puso su abrigo negro, sus guantes y enredó la bufanda en su cuello. Deseó que hubiera sido verano y que no tanta ropa cubriera su cuerpo. Se colgó la cartera cruzando el pecho de manera más informal .Saludó y salió. Caminó lentamente hacia la parada del ómnibus mientras se deleitaba con la luna creciente en el cielo despejado y plagado de estrellas. Había bastante gente en la calle, gente que procuraba huir a sus hogares, con esposas, amantes, hijos y perros. Ana prefirió deleitarse con su caminata respirando el aire gélido y nocturno de la noche de Junio.
El ómnibus demoró unos minutos en llegar y al subir se ubicó en una ventana. Encendió su radio y escuchó un poco de Fernando Delgadillo. Se deleitó con su poesía, deseo estar por su país para oírlo en vivo algún día. Cerró los ojos y durmió unos minutos .Cuando los entreabrió –alguien- desde el corredor la miraba atentamente. Respiró profundamente y esbozó una sonrisa leve. Tarareaba para sus adentros" de tus labios que hoy presentes como ausentes me han llevado a recordar...". Ya no pudo conciliar el sueño breve y subrepticio ni concentrarse en lo que estaba soñando. Unos minutos más tarde había llegado a su destino. Descendió mientras el extraño la seguía mirando. Le puso en su mano un papel.

- Llámame si quedes.

Ana sonrió. No dijo una palabra. La noche seguía helada aunque ya no se divisaba la niebla de antes. Caminó un poco. En la esquina de Andes y 18 de Julio estaba él esperándola como habían quedado. Lo miraba desde lejos mientras se acercaba. Se sonreía y pensaba en su piel, su ropa, en el deseo. Él no sonreía, pero si la miraba. Con una mirada de niño, con sus manos en la campera, con sus botas. Esa mirada mostraba un deseo adolescente, un deseo febril quizás.
Al llegar a su lado él sonrió .Una breve y tierna sonrisa. Ella, una sonrisa diferente. Algo más clara, algo más tierna, algo más tímida. Puso esa cara que dicen que tiene de pícara. Él la besó en los labios apenas. Un diminuto beso. Un exquisito beso. Caminaron, hablaron mientras iban a un barcito pequeño que queda por ahí nomás a tomar algo. Entraron. Por suerte había poca gente en ese miércoles. Poca luz, buena música. Especial para dejarse llevar y perderse en sus ojos. La charla como la música por supuesto discurrió por libros, amantes, deseos. Los dedos de él hacían excursiones a las manos de Ana, jugaban con sus dedos, hacían cosquillas en sus palmas. Las manos de ella recorrían las de Javier, descubrían cada marca, cada lunar, cada línea. Él decía que hacía inventarios.Ella los hacía cabalmente. Él decía desearla. Ella lo deseaba hasta sus huesos. Él la deseaba hasta sus huesos pero su timidez le impedía decirlo a gritos. No importaba. Ana sabía sus deseos y los suyos como para los dos.
A las una de la mañana el bar estaba lleno de gente. Mucha gente para el gusto de los dos. Volvieron al ritual de los abrigos, las bufandas y salieron. Volvieron a caminar por las callecitas montevideanas, por la calle Soriano, por su soledad a esas horas. Al pasar por frente un hotel él la miro y le dijo vamos. Ella asintió y luego la habitación los recibió. Se besaron. Como ella deseaba hace horas, hace días, hace años. Las manos de Javier en su pelo, en su cuello. Sus dedos exploradores. Sus manos fueron despojándola del abrigo, de la bufanda. Javier le dijo:

- Es UD muy hermosa.

Ana sonrió. Le gustaba tanto como ese hombre le hablaba. Sus palabras, sus sonidos, sus gustos, su pensamiento. Su boca. Esa boca con la que soñaba más que seguido. Su boca, que degustaría lentamente como una taza de frutillas con crema. Lo acariciaba. También Ana lo despojó lentamente de su abrigo dejando su cuerpo tan deseoso a mano, para sus manos. Su ropa ajustada, su torso firme, su vientre que tantas otras mujeres tocaban con gusto, su cuello. Ahí ella quería convertirse en la Condesa Drácula o en una de sus discípulas y perderse en él. Lo hizo. Lo besó lentamente dejando que su lengua fuera el punto de contacto con su piel. La deslizó. Mojó su cuello. Lo lamió mientras escuchaba los gemidos de su boca. Lo besó. Sin prisas y con todo el deseo del mundo. Dejó que su lengua se apropiara de la suya. Jugó, tocó, mordió sus labios suavemente. Lo miró. Lo volvió a desear, aunque nunca había dejado de hacerlo. Dejó que sus manos bucearan en su remera y tocaran su piel. La tibieza de esta era abrumadora, su suavidad enloquecedora. Él hizo lo mismo y palpó la piel suave de la espalda, el sujetador cubriendo sus senos. Los palpó, los delimitó. A pesar de sus manos no cabían en ellas. Sintió los pezones duros, la excitación palpable y exquisita de su cuerpo. Su respiración intranquila y agitada. La siguió desnudando. Ahora desabrocho su pantalón, lo dejó caer, tocó su cola. Vio el esbozo de su vulva. Deslizó un dedo por ella, sólo rozándola. Ana respiró profundamente, gimió, dijo algo que él no quiso descifrar. Volvió a sus nalgas, las rodeó con sus manos. La apretó contra sí. Ella sintió su miembro duro, palpitante y tibio. Le quitó el pantalón, lo acarició. Lo miró, miro sus ojos cerrados, su boca mordida por sus dientes. El gesto de placer, el placer corpóreo. La mano de Ana tocó la piel de sus genitales, tibios, qué tibios y duros. Deliciosos pensó sin haberlos probado aún. Cerraba y abría los ojos intermitentemente. Se deleitaba con la visión y con lo que imaginaba a la vez en una secuencia de milésimas de segundo.
Javier terminó de desnudarla .Quitó su sujetador blanco dejando sus senos al alcance total de su lengua y manos. Sus faros en la tormenta, los faros que lo haría igual naufragar en sus costas. El sexo de Ana, tan pequeño y deslumbrante. Sus dedos lo descubrieron húmedo, suave, casi que aterciopelado. La acostó en la cama, la besó, la acarició, y dejó que su lengua fuera a su vulva. Con sus dedos abría suavemente los labios, descubría el telón de su sexo. Vislumbraba el clítoris hinchado y altivo. Sus labios menores rosados y cálidos. La masajeó lenta y pausadamente. Caricias y dedos. Juegos de penetración y salida. Juegos de masajes, masajes. Con los gemidos de fondo musical, con sus deseos queriéndole gritar lo que la deseaba. Su boca ahora tomó contacto con la vulva. La lamió, la recorrió, la inventarió. Aquel detalle que no había visto en ninguna. Aquella cosa que hacía única a la vulva de Ana. Lamió, saboreó, de arriba a abajo, de abajo a arriba, con trazos que la dejaron inerme. La boca de Javier se llenaba de jugos, de secreciones. El placer sabía exquisito en Ana. Único , dulce, como una narcótico para la mente.
La miró. La miró extasiado. Su cara rendida de placer, su carita colorada fruto de la excitación que había pasado. El orgasmo devastador que había sufrido, su sonrisa. Javier estaba más excitado que antes, más deseoso de penetrarla y dejarse amar. Ella quería recobrar el aliento y comérselo a besos, hundir el pene en su boca, jugar con su lengua en su espalda.
Así sucedió unos minutos más tarde. Ana se dedicó a descubrir la piel de este hombre exquisito. Lo besó lentamente, tomó su lengua para sí, recorrió su vientre con sus manos y dedos juguetones. La espalda tensa como un arco, sus músculos. Lo escuchó gemir como un pequeño con miedo de la oscuridad. Recorrió su cuerpo lleno de placer, de placer de muchas otras mujeres que habían recorrido lo mismo que ella. Su sexo, duro, su miembro, el placer para su boca, sus manos, las manos que tanto deseaba. Lo recorrió hasta saborear casi todo su cuerpo. Para lo último dejó su pene. Como la fruta, el postre más deseado.
Colocó su boca en el glande, lo degustó, dejó que su lengua lo recorriera haciendo círculos. Luego lo recorrió todo, todo su pene, duro y exquisito. Lo sintió gemir, quejarse, pedir, y volver a pedir. SU lengua se alejó del glande, recorrió el tronco, encalló en sus testículos. Los exploró como si fuera una playa desierta. Uno, otro, lengua, boca, manos. Volvió al recorrido inicial. Lo chupó y besó. Se detuvo. Lo miró. Quería prolongar el placer de la vista, el placer de la lengua, su placer y el de Javier. Se abrazaron y tocaron. Javier volvió a sus senos, a su vulva, ella a su vientre y a su boca.
Javier la miró y no le preguntó. Se puso encima de ella y jugó a penetrarla. No lo hacía, sólo la rozaba. Su cuerpo se abalanzaba sobre ella. Sus piernas abiertas, sus senos eternos y desafiantes, su sexo que lo reclamaba. Elevó sus piernas a sus hombros, las acarició, llegó hasta sus dedos, le hizo cosquillas a sus dedos, le provocó risas. La acercó, calculó las distancias a su vulva. Se acercó más. Miró su pene. Teorizó acerca de su dureza, de como estaba de excitado para sí. Llegó a conclusiones sobre Ana, sobre su placer, sobre el suyo y el mutuo. Tomó su pene en sus manos y suavemente lo dejó a tiro de su vulva. La miró y ella cerró los ojos. La penetró. Sintió su vulva tibia, húmeda, excitante y deseosa de él. Se movía entrando y saliendo. Moviendo sus caderas, rozando su pene en su clítoris, mirando sus senos balancearse por sus embestidas aún suaves. Le susurraba algunas palabras. Ana gemía, abría y cerraba los ojos. Lo veía a Javier con ese placer que sentía, gemir, buscar, moverse en ella. Lo veía tan exquisito, tan rico. Quería hablar y llenar la habitación de palabras. Quería gritar y pedirle que le hiciera mil cosas. Pero calló, disfrutó, gozó. De él y su sexo. De él y sus palabras, de él y su placer. Dejó que sus manos rozarán su cola, que presionaran a su interior, empujándolo a penetrarla más y más. Javier entendía perfectamente los gestos y posturas. Mordía sus senos alternativamente, los lamía, los mordisqueaba. Le decía al oído lo que le haría. Ana apretaba sus músculos perineales y lo retenía dentro de ella, lo capturaba. Javier se quedaba quieto, como un niño atrapado y resollaba como un animal. Ella lo soltaba y el volvía al sempiterno movimiento. Los juegos seguían entre los dos. Los juegos que acababan en el semen tibio en los senos de Ana, los juegos que daban el descanso para retomarlos más tarde cuando ella se subiera a él y cabalgara mirándolo a los ojos.



Lucía Schaffer

Junio 23, 2007

Montevideo, Uruguay

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