domingo, 4 de febrero de 2007

Antonieta Rivas Mercado III

¡Qué lo disfruten!

Lucía

Este artículo está extraído de

http://www.difusioncultural.uam.mx/revista/feb2000/quirarte.html


EXPRESIONES DEL CUERPO FEMENINO
EN EL MÉXICO POSREVOLUCIONARIO

* Vicente Quirarte

"No me hallo extraña, pero tengo el corazón en el filo de una crisis. El corazón como avanzada. Todo está vivo. Sé que es momento de andar o aflojar definitivamente. Que estoy sola, ante mí misma, para hacerme o hundirme."

Antonieta Rivas Mercado a Manuel Rodríguez Lozano,
Nueva York, 6 de octubre de 1929


En la revista Contemporáneos, de agosto de 1929, aparece el ensayo “De la velocidad” de Paul Morand, traducido por Antonieta Rivas Mercado. La patrocinadora del teatro de Ulises y otros proyectos culturales, la enamorada del pintor Manuel Rodríguez Lozano, la participante activamente en la aventura política vasconcelista, debe haber sido la primera sorprendida al descubrir en el texto de Morand un párrafo que resumía el destino de su generación: “Hay en la velocidad algo irresistible y prohibido, una belleza trágica, de incalculables consecuencias, una necesidad y una maldición. Todo conduce a ella, el placer y el fastidio, la riqueza y la pobreza, y las consecuencias no son sino decepciones crecientes, mayores necesidades, accidentes, suplicios, abismos nuevos.”

Entre 1921, centenario de la consumación de la Independencia y 1929, fecha de José Vasconcelos para la Presidencia de la República, México vive intensa, aceleradamente, la cosecha de la Revolución. Sus artistas redescubren su historia, sus habitantes, su paisaje. Se hallan, recuerda Gilberto Owen, como los toreros, con toda la faena por delante. Las mujeres descubren además que tienen un cuerpo por explorar y no permanecen exclusivamente como musas inspiradoras que admiran la corrida desde la barrera: visten traje de luces y enfrentan al toro poderoso que otorga la muerte o da la gloria. Son los tiempos de las flappers y de los matrimonios a prueba, de las jóvenes choferes, creyentes en una nueva religión llamada velocidad. Son los tiempos de las mujeres que, casi concluida la etapa armada de la Revolución, quieren ser algo más que buenas soldaderas de sus hombres. Obtienen, en cambio, con la valerosa manifestación de una vida convertida en obra, del cuerpo ejercido en el otro, pública y activamente expuesto, una actuación que les había sido negada en una patria viril, autoritaria y paternalista. En 1921, Ramón López Velarde escribe “La Suave Patria”: toma al país por la cintura y le hace una apasionada e irreverente declaración de amor, tan fresca que todavía se la decimos sin vergüenza. Poco antes, Saturnino Herrán había pintado su serie de exuberantes criollas, con lo cual había ofrecido el equivalente plástico de un país sanamente femenino, hembra rozagante y gozosa bajo la luz del sol. La poesía de López Velarde y la pintura de Herrán llenan el escenario y son tan definitivas como la mañana en que Tina Modotti se tiende, desnuda, en la azotea de una casa de la colonia Condesa para ser amorosa, obsesivamente fotografiada por Edward Weston; como el instante en Carmen Mondragón se transfigura en Nahui Ollin ante el éxtasis y el terror del doctor Atl; como el día en que Clementina Otero recibe la carta –fechada en Nueva York– donde Gilberto Owen le escribe “Me muero de Sin Usted” y, como destinataria, se convierte en partícipe, causante y provocadora de uno de nuestros más intensos epistolarios amorosos; como la fecha en que Antonieta Rivas Mercado inicia la imposible conquista de Manuel Rodríguez Lozano; como el día en que una adolescente llamada Frida Kahlo, refugiada tras la barrera del Usted, se dirige valientemente al enorme pintor vestido de overol que da vida cromática a los muros del antiguo Colegio de San Ildefonso.

Las presentes líneas se centran en cinco nombres de una lista mayor. Han sido elegidas porque en ellas es más tangible la relación entre su propuesta artística y su discurso amoroso, y porque la manifestación de sus pasiones en la vida tuvo una consecuencia directa en la obra de arte o en aquella que supieron hacer con su existencia. El cuerpo femenino –visto como una colectividad– libra su batalla por la autonomía en tiempos donde la Revolución –machista a ultranza– persigue a sus homosexuales muy hombres y espera incondicionalidad de sus mujeres, como la Camila de Mariano Azuela en Los de abajo. En contraste, la musa anónima supo reconocer en la Adelita el arquetipo de la que se gana el amor y –más importante– el respeto y la igualdad de sus camaradas masculinos. Con la Revolución, la mujer expresa su derecho a ser un elemento activo en la construcción de México, pero también enla construcción de una habitación propia. Antonieta Rivas Mercado marca en 1928 la diferencia entre dos tiempos, pero no deja de subrayar las limitaciones del movimiento social: “Bien es cierto que el fermento revolucionario de 1910 hizo brotar mujeres que apasionadamente se dieron a aquella causa; pero su labor no fue constructiva, sino sentimental. Sirvieron de propagandistas, fueron agitadoras, muchas veces admirables, por su entereza, pero desempeñando siempre un papel secundario. La derrota de esas mujeres, quienes formaron núcleos llamados feministas, está escrita en la Constitución que ahora nos rige.”1

No obstante el pesimismo de Antonieta, es justo decir que la Revolución Mexicana y la Primera Gran Guerra habían provocado un cambio decisivo –y como tal, acelerado y radical– de las costumbres amorosas. Semejante metamorfosis nacía desde aquello que tenía el primer e íntimo contacto con la carne: los corsés desaparecieron, los vestidos se hicieron más breves y simples, las cabelleras imitaron a las de los varones. El deporte no fue más una actividad exclusivamente viril. Las mujeres no querían ser hombres, pero sí poseer los elementos –desde su atuendo– para ser como los hombres: tener su libertad para el goce de su sensualidad, sin los proverbiales castigos posteriores. En una fotografía familiar tomada por Guillermo Kahlo, Frida viste traje de caballero y mira a la cámara con esa intensidad desarmadora que la haría célebre. Al elogiar la versatilidad de Antonieta, Salvador Novo hace un retrato de la nueva mujer: “Ella, que una vez quiso estudiar para linotipista, que ha viajado por todo el mundo, que nada y monta a caballo, que ha emprendido cursos de filosofía y de idiomas...”2 El voyerismo que en nuestra narrativa inaugura Manuel Payno con Los bandidos de Río Frío, al invitarnos a ser espectadores del baño de la hermosa y rolliza Cecilia, adquiere en Antonieta Rivas Mercado una naturalidad desfachatada, cuando el personaje femenino de su novela El que huía se desnuda y se sumerge en una tina. Y aunque la pasión nacida y expresada por la mujer ha existido en todas las edades –desde Ruth la moabita hasta Madame Bovary– con la generación de las mexicanas tiene un cambio sustancial: en la ficción literaria o en el escenario vital, el arte no condena más la pretendida “maldad” femenina ni las actitudes “amenazantes” adoptadas por ellas. Nancy F. Cott explica semejante evolución de la siguiente manera:

La generación que llegó a la mayoría de edad en los años veinte recogió toda una cosecha de cambios en la ideología y la práctica sexuales, cambios que habían sido sembrados antes del fin del siglo y que habían comenzado a dar frutos en los años diez. Como lo revelaron más tarde las investigaciones del sexólogo Alfred Kinsley, a comienzos del siglo XX, el erotismo activo de las mujeres, las relaciones sexuales pre y extramatrimoniales y el logro del orgasmo en la práctica conyugal presentan una curva ascendente, pero la subida más abrupta tiene lugar en la franja formada por los nacidos en la década anterior y la posterior a 1900.3

El quinteto de mujeres de las que hablamos son cuatro mexicanas y una italiana que vivió, amó, murió y yace bajo suelo mexicano. Además de la libertad que les otorgaba anticipadamente su espíritu creador, sus condiciones de formación y educación fueron particulares. Todas ellas son hijas del siglo XX. La mayor, Nahui Ollin, había nacido en 1893; la menor, Clementina Otero, en 1911.4 Además de ser extremas cronológicamente, lo son en su actuación amorosa: Nahui recoge las brasas de fin de siglo y encarna en la mujer fatal, la vampiresa que es el resumen de todos los Narcisos; Clementina desafía la tiranía paterna para pisar un escenario teatral, pero abandona el teatro ante la nueva tiranía del matrimonio.

Todas fueron musas que trascendieron el altar adoratorio para exigir su lugar en el escenario activo de las realizaciones personales, llámense cuadro, obra dramática, campaña política, escándalo erótico. Todas, con excepción de Frida, tuvieron contacto con el teatro y sus hermanos menores que habrían de ser mayores, el cine y la fotografía. Sin embargo, ¿no son las numerosas re-presentaciones de Frida Kahlo una manera de cambiar de trajes en el escenario que le tocó vivir y modificar? Fueron vistas y fueron espejos “mirándose mirarlas”, para usar una expresión cara a los Contemporáneos. Amaron con una libertad y una manifestación pública tan explosiva como el motor del auto de carreras que Filippo Tomaso Marinetti enarboló como emblema de la modernidad. Tuvieron sed y bebieron velozmente. Todas viajaron y vieron mundo desde muy jóvenes o, como en el caso de Frida, provenían de familias que miraban la vida con ojos más allá del cerco de nopales. Vivieron una época donde la sexualidad comenzaba a ser considerada una manifestación de vida, y no fuente de depravaciones y desgaste físicos, argumentos que se había encargado de difundir la gran cruzada misógina de fines del siglo XIX, estudiada y sistematizada por Bram Dijkstra.5 En la conquista de su cuerpo, en su derecho a amar y ser amadas y hacer de sus pasiones obras de arte, nuestras mujeres combatían una larga tradición que aplicaba el calificativo fatal a la mujer que extraviaba al hombre o la emparentaba con el vampiro que en 1897 Bram Stoker había heredado al siglo XX junto con los terrores provocados por la sifilización. Sin menoscabo de la validez de la actividad artística de cada una de ellas, hacen de su vida la parte medular de su obra. Más exactamente, su vida desborda su obra. El caso más claro es el de Nahui Ollin, una regular poeta y una mediana pintora que marcó con la intensidad de su vida cada una de sus expresiones y sus lienzos. Lo más importante en los cuadros naif de Nahui Ollin es su presencia, la traducción directa y brutal que hace en ellos de sus definitivos ojos, de su rotunda epidermis. La fotografía que Edward Weston hizo de ella, donde aparece con los cabellos trasquilados y los labios partidos, es uno de sus mejores retratos, una de las más intensas complicidades entre un fotógrafo y su modelo. A Nahui no le gustaron los trabajos de Weston y se inclinó decididamente por las fotografías que le hizo Antonio Garduño y con las cuales montó en septiembre de 1927 una exposición en la azotea de un edificio en la segunda calle del cinco de febrero. En las fotografías de Weston, Nahui aparece en la plenitud de su sensualidad casi bestial: ojos, cabellera y hombros arman un discurso amoroso atemporal. Las de garduño, opina Elena Poniatowska, “la hacen aparecer una amable e insulsa gordita de casa de citas”.6 En realidad, Nahui, visitante de Hollywood que no pudo escapar gestualmente de ese universo de gestos prefabricados, imitaba en su modelaje ante Garduño gestos y actitudes de vampiresas como Theda Bara y Valeska Suratt. Inclusive a ella puede aplicarse lo que sería el canon de las vampiresas, de acuerdo con Ángel Miquel: “...buena parte de su atractivo radica en el poder que, como mujer, encarna frente a los hombres; pero ese poder, para realizarse, depende a final de cuentas de que éstos estén allí para dejarse vampirizar. En otras palabras, la vampiresa no es ni puede ser una mujer independiente.”7

En 1916, Efrén Rebolledo ofrece en Salamandra el canto de cisne del símbolo sexual inaugurado en nuestra literatura por la Santa de Federico Gamboa: Elena Rivas, deportista de día y licenciosa de noche, maneja automóvil, monta a caballo y provoca la muerte de sus enamorados. En cambio, la Carlota de Pero Galín, de Genaro Estrada, es una joven liberal mas no libertina, enamorada de los beneficios de Estados Unidos pero no de sus vicios. Es la flapper de los veinte, la muchacha universitaria nacida como como consecuencia de la guerra, Der Backfish de los alemanes, l'Ingénieu de los franceses, aquella cuya definición se logra mediante la enumeración de sus gustos : “Su falda llega hasta donde llegan sus elegantes y hermosos tobillos; su pelo, recién cortado sobre el cráneo, expone la radiante blancura de su cuello... Graciosa, vivaz, saludable, apetitosa. Es delicioso mirarla comer un chocolate con sus dientes de perla. Hay música en su risa. Hay poesía en su desempeño en el tenis. Es un encanto vista a través del vidrio de la limusina... Se opone a los dobles valores de moralidad, y favorece la ley que los prohibe.” 8

Se trataba de la conquista de un espacio donde la actividad trajera, además de la satisfacción personal, el éxito personal y, de ser posible, la independencia económica. Tina Modotti pasa la prueba de ser artesana de Weston para adquirir su propio estilo. Frida Kahlo, que en todo momento pasa angustias económicas, descubre un día que Diego Rivera ha sido el comprador de uno de sus cuadros. El matrimonio viene a ser para todas ellas una búsqueda de definiciones, más que una vocación. Una feminista a ultranza criticaría a Frida Kahlo por su entrega apasionada y no apagada a través del tiempo a un Diego Rivera amante de otras mujeres, incapaz de permanecer en la estabilidad y la rutina de la vida en pareja. Pero escuchemos nuevamente a Antonieta Rivas Mercado: “En general, se conceptúa a la mujer en México buena. De los hombres se dice, con una sonrisa benigna, que son una calamidad. Pero de la mujer, que es buena, muy buena. Extraño concepto de la virtud femenina que consiste en un 'no hacer.’” 9 En este sentido, resulta sumamente revelador un diálogo sostenido por Diego Rivera con Guillermo Kahlo:

–Veo que está usted interesado en mi hija, ¿eh? me dijo.
–Sí– le contesté–; de otra manera no estaría yo viniendo a Coyoacán para verla.
–Es un demonio– dijo.
–Lo sé.10



El demonio llamado Frida lo era porque –lo sabía Guillermo Kahlo– había nacido para salirse de los cánones: en lugar de los escándalos externos y los celos patológicos manifestados por Guadalupe Marín, esposa anterior de Diego Rivera, Frida se concentraba en la autobiografía de su dolor, constituida por sus cuadros, y en la serena sabiduría de que Diego era su pareja a pesar de obstáculos y veleidades temporales. Pero al lado de la Frida trágica existe la formada por los fragmentos de sus traviesas, lúdicas, malhabladas cartas: la adolescente irrespetuosa, la poderosa cuate, la pareja que, no obstante ser veinte años menor que su marido, se convierte en su madre y su hija, su juez y su cómplice. Tu Ocultadora, solía firmar sus cartas. Pocos documentos, tan intensos y de absoluto amor –la frase es de Efraín Huerta– como la carta que Frida envía a Marte R. Gómez para defender los murales de Chapingo o aquella que remite al presidente Miguel Alemán para protestar contra el atentado al mural del Hotel del Prado. Frida retomaba el papel de soldadera, desde aquella fotografía de bodas donde Frida pide prestada una falda a una de sus sirvientas para vestirse de suave y áspera patria y, cigarro en mano, se hace retratar con su marido. Pero era una soldadera que –madre tierra– sabía que tenía todo el conocimiento de su lado. La carta que, ya separada de él, envía a Diego Rivera el 11 de junio de 1940, es una de las más intensas de su epistolario. No es el discurso amoroso del ardido, sino el que nace de la fuerza que le otorga la sólida seguridad de su pasión: “Ahora que hubiera dado la vida por ayudarte, resulta que son otras las 'salvadoras'... Pagaré lo que debo con pintura, y después aunque trague yo caca, haré exactamente lo que me dé la gana y a la hora que quiera... Lo único que te pido es que no me engañes en nada, ya no hay razón, escríbeme cada vez que puedas, procura no trabajar demasiado ahora que comiences el fresco, cuídate muchísimo tus ojitos, no vivas solito para que haya alguien que te cuide, y hagas lo que hagas, pase lo que pase, siempre te adorará tu Frida”.11

De las numerosas fotografías del libro Los escenarios de Clementina Otero, elijo una que me parece reveladora, porque tiene que ver con la biografía de la retratada pero también con sus compañeras de aventura. Niña salida apenas de la pubertad, con rizos a la Shirley Temple, Clementina camina en la calle en compañía de sus amigas. A los quince años, la joven Clementina será coronada por los charros, en un momento de fervor nacionalista cuando los colores de la patria ocupaban los espacios de la vida pública y privada. Su porvenir de muñeca reina estaba asegurado en un universo que fabrica sus ídolos con la misma facilidad que los derriba. Ella prefirió el camino más largo, el más erizado de peligro e ingratitudes, pero también el que a la larga concede esa forma de inmortalidad que es la conversación eterna.

Un día de 1928, Gilberto Owen descubrió que en una muchacha de 19 años cabían todas las mujeres y toda la poesía. Ella se llamaba Clementina Otero. Su padre estaba de viaje y ella se asomó al umbral de una casa en la calle de Mesones, con lo que iba a cambiar su vida y la participación de su cuerpo en un escenario que no iba a llamarse, de manera inmediata, ni amor ni familia. Su encuentro con los poetas que la Historia llamaría los Contemporáneos ya forma parte de la historia de nuestras afinidades electivas, pero en la biografía de esa muchacha de los años veinte y en la historia del arte mexicano significa más, mucho más. La joven en el umbral de esa casa de la calle de Mesones, propiedad de Antonieta Rivas Mercado, a quien Clementina querría, admiraría y defendería como a una hermana mayor, estaba a punto de cambiar el rumbo de su existencia y a modificar el escenario teatral de su país. Ese umbral era tan simbólico como la selva oscura de Dante, y trasponerlo significaba aceptar la consigna de los futuros Contemporáneos: hay que perderse para reencontrarse. Heroína del teatro mexicano, la llama Luis Mario Schneider. Sin llegar a formar parte estrictamente de la selecta cofradía de los que se autonombraban “numerables lectores”, Clementina Otero, como antes Antonieta, ganó su sitio como otra Contemporánea, en el más amplio y noble de los sentidos.

Comenzaron los ensayos. De la escenografía se encargaba Manuel Rodríguez Lozano, a quien Antonieta Rivas Mercado comienza a enviar sus apasionadas cartas casi al mismo tiempo que Gilberto Owen inicia su memorable epistolario a Clementina. Otra fotografía, ya clásica en los anales del teatro mexicano y en los de la historia amorosa de sus protagonistas, muestra a un Owen con canas artificiales, que sostiene entre sus manos el rostro de la joven. La obra Le pélerin de Charles Vildrac, en un acto, es una crítica a la estrechez mental de la vida provinciana. Edouard Desavesnes, de 50 años, vuelve tras una larga ausencia a la casa de su niñez. Allí encuentra a su sobrina Denise Dentin, de 17 años, los mismos que entonces tenía Clementina. Inicia con ella un diálogo que es, en rigor, el cuerpo de la obra. A partir de un suceso aparentemente trivial, Desavesnes emprende, en un brevísimo espacio, la educación sentimental de Denise. Contra la grisura y la doble moral del medio en que vive la muchacha, Desavesnes afirma: “Es preciso vivir, mi pequeña. La mayor parte de la gente no vive ni ama la vida. Esperan la muerte tras la ventana cerrada mientras hablan mal de sus vecinos... son incapaces de sentir alegría verdadera, verdadero amor... le hacen a Dios la afrenta de rogarle sin tregua, como pordioseros o cobardes, mientras ignoran todo lo que es bello y grande, todo lo que verdaderamente lleva la marca de Dios.”

La joven Clementina, al igual que Tina, Nahui, Antonieta y Frida, escuchó este mensaje y lo convirtió en fe de vida. Vino luego otro escenario: el del matrimonio, que significó también su parcial retiro del teatro. La institución familiar, que Usigli ponía en tela de juicio en los escenarios a través de obras Jano es una muchacha o La familia cena en casa, era reestablecida por la pionera del teatro mexicano. En alguna ocasión, cuando una de sus hijas le preguntó por qué había dejado el teatro ella respondió: “Estaba arrepentida de casarme, pero ¿qué quieres? Ya se habían entregado todas las invitaciones.”

Hijas de la Revolución sexual de los años veinte, de la Revolución que tenía lugar en su país, y sobrevivientes espirituales de la gran guerra, nuestras mujeres pertenecieron a una generación pensante, y por tanto melancólica y valiente, que conquistó la libertad para disponer de su cuerpo, para manifestarlo en la epístola, el cuadro, la fotografía o la actuación pública. Las historias de alcoba se convierten en historias públicas y la ciudad se puebla de nuevas mitologías. De la furtiva aparición de la cama de latón de la cortesana de Los fuereños de José Tomás de Cuéllar a la cama de tablones del doctor Atl, escenario de los combates con el más impredecible e insustituible de los volcanes que le tocó explorar, la expresión del cuerpo femenino, tanto desde el varón como desde el propio ser de la mujer, cambió con la aceleración con que el arte mexicano se incorporaba al concierto universal. Tras sufrir el accidente que el 17 de septiembre de 1926 cambia su vida y determina su futuro destino, Frida Kahlo se queja valientemente, en una de las cartas a Alejandro Gómez Arias, de que extraña su libertad, porque es una callejera. En 1850, un liberal tan acérrimo como Francisco Zarco había condenado a las mujeres al interior de la casa, porque, en su opinión, no servían para caminar. En 1883, y gracias al poema más conocido de Manuel Gutiérrez Nájera, una mujer salía sola a la calle y hacía del ruido de sus tacones el protagonista del poema. Unos años después, Federico Gamboa frena el avance logrado por la griseta del Duque Job y decreta que sólo una mujer pública –Santa– puede ejercer por sí sola, y en plenitud, el espacio urbano. De ahí la trascendencia de la primera escena de La sombra del caudillo, cuando Rosario espera, sin más compañía que la de su paraguas, en la calle de Insurgentes, la llegada del general Ignacio Aguirre, a bordo del automóvil, ese personaje que en los veinte se incorpora a todo el ritual de seducción e intimidad.

Dos fotografías de Frida Kahlo muestran esa vocación de la mujer en la calle, una conquista aún no lo suficientemente apreciada. En la primera, una joven y muy delgada Frida camina al lado de Diego Rivera en la celebración del 1 de mayo. En la otra, a unos días de morir, en silla de ruedas participa en la manifestación en contra del golpe de estado en Guatemala. Casi la totalidad de la obra de Frida está recorrida por el cuerpo y sus intensidades. Llevaba a su realización lo que afirma en una carta a Carlos Chávez, en octubre de 1936: “Como mis asuntos han sido siempre mis sensaciones, mis estados de ánimo y las reacciones profundas que ha ido produciendo la vida en mí, he objetivado frecuentemente todo esto en figuras de mí misma que eran lo más sincero y real que podía hacer para la expresión de lo que sentía por mí y ante mí.”12 De esta época data un documento doblemente excepcional: el tomado por el fotógrafo estadounidense Nicholas Muray, amante de Frida tras la separación de Diego. El romance duró hasta que la proverbial cólera del Aquiles machista que había en el promiscuo Diego Rivera pusiera fin al romance. Por supuesto, Frida no sonríe –no puede sonreír– en ninguno de sus autorretratos, reflejo de sus más hondas angustias, pero en la fotografía de Muray encontramos una Frida apacible, con una ambigua sonrisa giocondiana, relajada, desde la postura de la cabeza hasta la suavidad acariciante de los enormes ojos –que también sonríen– y los brazos de Madonna renacentista.

Los espacios son subvertidos y su utilización trastocada por esa liberación de los sentidos, por esa forma de creación que es el amor loco que André Breton definirá por esos años. Atl y Nahui hacen del claustro del convento de la Merced el escenario de sus lides; Antonieta Rivas Mercado transforma la casa de viviendas de Mesones 48 en teatro de vanguardia, ante el escándalo de los vecinos; Clementina Otero trastoca el orden familiar al desobedecer la prohibición paterna e integrarse a la tropa de muchachos locos que, a su vez, transformaban la respetabilidad pequeñoburguesa de una casa de viviendas en un teatro de vanguardia; Tina Modotti busca la comunión –no necesariamente erótica– con otros compañeros varoniles, ante los celos –ya muy mexicanos– de Edward Weston. El cuerpo irrumpe materialmente en el paisaje, en el escenario, en el aire. Al referirse a la actuación de Antonieta Rivas Mercado en el Teatro de Ulises, Alicia Sánchez Mejorada afirma: “Antonieta actúa y traduce la obra, es decir, se apropia del cuerpo y la palabra. En una apropiación creativa del personaje ella transforma su aspecto personal, cortándose el pelo à la garçon. Es la modernidad instalada en su propia figura. Ella reconoce en su cuerpo un don del cual puede disponer.”13

Más arriba afirmé que las mujeres que en los veinte se atreven a hacer una exposición pública de sus pasiones amorosas no obtienen el tradicional castigo consecuente. Sin embargo, al examinar el álbum fotográfico de cada una, encontraremos una peculiaridad: no saben sonreír: no quisieron sonreir. La excepción es Antonieta, cuyas fotografías la muestran siempre con una dulzura que resulta el mejor disfraz para la firmeza y determinación de su carácter. Que no sonrían no significa que sean inexpresivas: su seriedad proviene del compromiso ético y estético que para ellas entrañaba enfrentar la lente del fotógrafo, participar en ese proceso no para convertirse en patrimonio colectivo sino, como quería Frida, “tratar hasta donde pueda de ser yo misma, y el amargo conocimiento de que nuestras vidas no serían suficientes para pintar como yo quisiera y todo lo que quisiera.”14 En otra azotea –esa vecindad con el cielo– Edward Weston, Tina Modotti y su cámara establecen un triángulo amoroso que da como resultado sus fotografías mexicanas más célebres, los desnudos que despertaron primero admiración estética y erótica, y, posteriormente, escándalo y malsano deleite, una vez que la injusticia mexicana las consideró pruebas suficientes para convertir el asesinato político de Julio Antonio Mella en un crimen pasional. Los desnudos de Tina Modotti están, en opinión de Margaret Hooks, muy cerca de la objetivización pornográfica. Las fotografías del archivo de los hermanos Mayo que registraron a Tina ante los inquisidores de la policía y que la obligaron a retratarse en la reconstrucción de hechos para ella dolorosos, son pornografía pura. Lo que más nos toca, lo que más nos aproxima a la verosomilitud de su carne, es el juego de texturas y volúmenes logrado por Weston: la trama burda de la tela sobre la cual yace la modelo, además de la rugosidad del suelo, resaltan la tersura en el cuerpo de Tina, crucificada en su personal pasión. La minuciosidad que Weston imprime en cada una de sus visiones muestra el fervor que sentía por ese cuerpo que se le escapaba y finalmente, huyó, del mismo modo en que Atl escapó de Nahui Ollin. Weston volvía a sus obligaciones filiales; Atl al estudio de volcanes más predecibles que la explosiva Carmen Mondragón. El que huía, tituló Antonieta Rivas Mercado a su novela inconclusa. Así puede denominarse también su relación con Manuel Rodríguez Lozano, la creciente pasión de la cual dan testimonio las 87 cartas a él dirigidas, desde aquella donde le da escuetas instrucciones de mujer de empresa para realizar la escenografía del cacharro, como llamaban familiarmente al local del Teatro de Ulises, hasta aquella donde se considera la vasalla vencida por un amor sin esperanzas. Antonieta apuesta por la seducción y no por la conquista, para utilizar la distinción establecida por Tomás Segovia.15 Quiere, más que poseer el cuerpo de alguien que ya ha decidido la heterodoxia de su amor, consumar la conquista de ese antagonista susceptible de convertirse en aliado y cómplice, y no en molesto marido.

Love's mysteries in souls do grow, / But yet the body is its book (Los misterios del amor crecen en el alma, pero el cuerpo es su libro), escribió John Donne. Las mujeres de nuestra posrevolución quisieron ser cuerpo enamorado, carne vulnerada, fetiche público y privado, demostración de fuerza y autonomía, exploración de la individualidad en el espejo antagónico del otro cuerpo, de los otros cuerpos. Era la época de los grandes poemas amorosos, a ambos lados del Atlántico. Villaurrutia y Cernuda, Novo y Aleixandre, Owen y García Lorca llevaban el erotismo a sus cimas más vanguardistas y clásicas. Con excepción de Novo en aquellos poemas suyos que se hallan en el límite con la pornografía, cuando no plenamente fisiológicos, ninguno tuvo la osadía para escribir un texto público semejante a la dedicatoria de una fotografía de Nahui Ollin al doctor Atl: “Moja los ojos de tu amada con el semen de tu vida para que se sequen de pasión”. En una conferencia que en esos años Xavier Villaurrutia dicta sobre sor Juana Inés de la Cruz, establece la diferencia entre la curiosidad como capricho y como pasión. La parte femenina del alma de Villaurrutia supo captar y sintetizar la aventura de las artistas de la posrevolución mexicana. Su personal aventura amorosa, su corazón en el filo, se desbocó en diversas direcciones. Su común denominador fue la certeza de que la pasión es un oficio de tiempo completo, exigente y egoísta, de cuyas consecuencias se deriva el resto de los actos creativos que intentemos. Lo que Diego Rivera afirma sobre Frida, que supo amar en él la idea del amor, y defenderla, puede decirse sobre cada una de esas mujeres “Es la primera vez en la historia del arte que una mujer ha expresado con franqueza absoluta, descarnada y, podríamos decir, tranquilamente feroz, aquellos hechos generales y particulares que conciernen exclusivamente a la mujer.”16 * Vicente Quirarte (México, D.F., 1954). Doctor en letras mexicanas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad nacional Autónoma de México (UNAM), actualmente funge como director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM. Sus publicaciones más recientes constituyen Enseres para sobrevivir en la ciudad (crónica), La ciudad como cuerpo (ensayo), El peatón es asunto de la lluvia (poesía).

NOTAS

1 Antonieta Rivas Mercado, “La mujer mexicana”, en Obras completas, pp. 318-319.

2 Cit. por Luis Mario Schneider, Fragua y gesta del teatro experimental en México, México, 1995, UNAM/El Equilibrista, p. 22.

3 Nancy F. Cott, “Mujer moderna, estilo norteamericano: los años veinte”, en Historia de las mujeres, bajo la dirección de Georges Duby y Michelle Perrot, Madrid, 1993, Taurus, p. 95.

4 Carmen Mondragón (1893-1978); Tina Modotti (1896-1942); Antonieta Rivas Mercado (1900-1931); Frida Kahlo (1907-1954), y Clementina Otero (1911-1996).

5 Bram Dijkstra, Idolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, Barcelona, 1986, Debate Círculo de Lectores.

6 En Adriana Malvido, Nahui Ollin. La mujer del sol, México, 1999, Edivisión, p. 12.

7 Ángel Miquel, “Vampiresas mudas”, en El Acordeón. Revista de cultura, México, Universidad Pedagógica Nacional, núm. 22, enero-abril de 1998, p. 57.

8 H.L. Mencken, “The Flapper”, en Retrieving the American Past, Ohio, 1995, The Ohio State Univerrsity, pp. 62-63.

9 Ibid., p. 319.

10 Gladys March, Diego Rivera. Mi vida. Mi arte, cit. en Encuentros con Diego Rivera, México, 1993, Siglo XXI Editores/El Colegio Nacional, p. 230.

11 Frida Kahlo, Escrituras, p. 177.

12 Frida Kahlo, Escrituras, selección y proemio de Raquel Tibol, México, UNAM, p. 156. Y en una declaración solicitada en 1974 por el Instituto Nacional de bellas Artes, Frida regresa al autorretrato verbal: “Realmente no sé si mis pinturas son o no surrealistas, pero sí sé que son la más franca expresión de mí misma, sin tomar jamás en consideración ni juicios ni prejuicios de nadie... [quiero] tratar hasta donde pueda de ser yo misma, y el amargo conocimiento de que muchas vidas no serían suficientes para pintar como yo quisiera y todo lo que quisiera.” Ibid., p. 241.

13 Alicia Sánchez Mejorada, en Patrocinio, mecenazgo y circulación de las artes, México, UNAM, p. 127.

14 Frida Kahlo, Escrituras, p. 241.

15 Tomás Segovia, prefacio a Gilberto Owen, Cartas a Clementina Otero, México, 1988, UAM.

16 Cit. por Andrea Kettenmann, Frida Kahlo. Dolor y pasión, Köln, Benedikt Taschen, p. 51.

2 comentarios:

lulu trix dijo...

Lucía,puede que hayas recibido un comentari mio parecido a este que te mando ahora, luego de escribirlo me di cuenta de que se me habia perdido la conexion y me parecio que no habia sido enviado, si es así, disculpas..El tema es que me pareció espléndido lo que posteaste sobre estas mujeres. Sobre Antonieta Rivas te puedo recomendar una biografía sobre ella escrita por Fabienne Bradou, maravillosa; a través de ese libro entré al mundo de estas mujeres majestuosas. Pero me pregunto donde quedó la movida femenina de esa época, si no trascendió y se hizo carne en la mentalidad popular porque se movieron dentro de´elites culturales mas o menos cerradas o porque el triunfo de los yanquis en la 2da guerra barrió con todo lo que no fuera el modelo Doris Day en delantalito blanco preparando pasteles caseros con su flamante mixer en su soñada american kitchen. No lo sé... pero da para pensar... Creo que si Antonieta viviera sospecharía que algo asi debió haber ocurrido. Tu blog se esta volviendo cada vez mas adictivo.
besotes
C.

Lucía Schaffer dijo...

Llegó una sola vez por lo que he visto.

Muchas gracias por la recomendación de su biografía, luego la buscaré por la red a ver que suerte tengo.
Supongo que si, que la segunda guerra ayudó a borrar mucho o casi todo de lo que estas maravillosas mujeres hicieron.De todas maneras y mirando sus fec has de muerte( salvo Antonieta que murió joven) me intriga pensar como habrán vivido, que pensarían de los cambios que el siglo XX traería. Aquí no hubo mujeres así de innovadoras en esa época sino un poco antes, con la generación del 900. Luego hasta le llegada de Somers, o Maia la cosa quedó quieta.

Aún no he podido leer nada de ellas, leer algo que hayan escrito sino mas bien sus historias.Es que todo es tan extenso!. Además me colgue con las historias de sus parejas, con la vida de Gilberto Owen el marido de Clementina Otero, otra de estas magnificas mujeres.

Ah bien!...yo adoro las adicciones...me parece que son lo más genial que nos puede ocurrir.

Saludos miles

Lucía