sábado, 3 de febrero de 2007

Requién por una Azucena

Yo creo que un relato es siempre parte o continuación de los demás que hemos hecho, vivido, soñado u oído como bellas mentiras, y por eso suelo superponer algún trazo coloquial o algún nombre afín de no romper la unidad invisible de todo lo narrado. Y también están aquellos sucesos que nos transmitieron como reales, pero se ignora si quien relata ha sido testigo, protagonista o simplemente lector, y en este último caso el suscribirlos sería una apropiación indebida. Entonces el narrador contumaz toma la anécdota y la repite oralmente aquí, allá y quién sabe si de pronto aparezca el que le diga: Pero si eso lo leí en o lo escuché a... De modo que por simple eliminación o por cansancio de que nadie haya acusado hasta hoy el golpe, decidí contar lo de Azucena y Adelaida.



Vita



Azucena era la primera niña que había parido Adelaida, y las dos, hija y madre, se parecieron en algo más que la A inicial de sus nombres: una mancha de color vinoso que la chica heredara en plena mejilla, y que con el tiempo la ya adolescente disimuló mediante una leve caída de cabellera rubia en tal punto crítico. Y ese detalle de coquetería, por estar enamorada en silencio de un muchachuelo del barrio muy parecido en color a un cuadro naif: piel blanca, ojos azules, pelo rojo, pecas herrumbre puro, y al que quizás por tal policromía y brillantez le endilgaran el apodo de El Cometa.

La madre de Azucena, o sea Adelaida, dio a luz siete hijos en su corta vida matrimonial, que habrá durado aproximadamente el producto de esta breve multiplicación, 7 x 9 "= 63 meses, con algo de margen para los puerperios, es claro, menos el séptimo, al que no sobreviviera. Y como la dueña de aquella fecundidad estuviese tan ocupada en hacer esos siete chicos en tan poco tiempo, vino a ser la primogénita Azucena quien, desde que tuvo algunas escasas fuerzas, los acogió en sus brazos durante la época indefensa de cada uno. Es como una madre, se acostumbró a oír decir a la gente, viéndola siempre con niño vivo, nunca con muñecas inertes. O mejor dicho, cargando aquellos muñecos que berreaban, comían, ensuciaban el habitat, dormían y despertaban para volver a hacerlo todo de nuevo en un interminable ciclo.

Pero algo iba a suceder como un fenómeno muy especial no investigado aún por los relatores: que a medida que nacían, como si se fuera agostando el árbol luego de cada remesa frutal, las criaturas eran cada vez más chicas. Quizás por la rapidez de las hornadas, o por lo que la genética quiera explicar, el asunto continuó así en la línea evolutiva, o en la involución, si se mantiene fidelidad a la palabra. Y con el último niño, es decir el séptimo, la mujer murió. Y Azucena se abrazó a éste como a las anteriores, sintiendo cada vez menos el peso de la carga. De pronto, pasados ya siete años del

último vástago, a quien se le pusiera el obvio nombre de Septimio, se cayó en la cuenta de que aquel achicamiento progresivo de las crías había ido en serio: el niño era, y así lo confirmaron los médicos, enano, pero de un enanismo muy particular, ya que nunca pasaría de los cincuenta centímetros de estatura.

Azucena siguió con el enano en brazos mientras caían las hojas del almanaque con el color de las estaciones sucesivas. Los demás hermanos se fueron de la casa cada cual a su destino, como ocurre siempre para que este mundo sea un muestrario de diferencias. Y con el ensañamiento del tiempo al que nadie ha descrito en la exacta medida de su ferocidad, los años se abalanzaron sobre la ya mujer que, con el pequeño pigmeo encima, envejeció hasta llegar a los ochenta..

Por una operación matemática simple, fácil es colegir cuántos años tendría entonces Septimio, nacido durante el décimo de Azucena.

Y este vino a ser el final, un final tan humilde y tan anónimo que quedó sin registrar en ningún The End cinematográfico, en ningún libro de cuentas rendidas con el cielo, en ningún memorial de la tristeza. Porque lo cierto es que una tarde tibia de sol otoñal, parada Azucena en la puerta de su antigua y semiderruida casa -casa de cien años, mujer de ochenta, enano envuelto en ropas de bebé de setenta-, acertó a pasar un anciano decrepito apoyado en su bastón, la miró, descubrió cierta mancha vinosa de su cara, que también había sido la marca de la madre, y le dijo: Hola, doña Adelaida, ¿ »e acuerda de mí? Soy aquel muchacho pelirrojo del barrio a quien le decían El Cometa. Sabrá ahora que yo estaba enamorado de su hija Azucena, tan bonita y tan maternal, con su rebelde pelo rubio que le cubría un lado de la cara. Pero un día nos cambiamos de zona, yo me estiré, me casé, tuve hijos y nietos, enviudé, y hoy he venido a despedir a un amigo de la infancia que murió en la otra cuadra. Y no sabe cuántos buenos y bullangueros recuerdos me despertó el obituario a pesar de ser lo que era, un toque de silencio... Su voz de tortuga vieja, que deben tenerla como todos

los seres comunicantes, quedó flotando en el aire dorado unos segundos mientras el dicente se alejaba siempre renqueando. Y de pronto el hombre que recapacita, se vuelve y pregunta: Pero dígame, doña Adelaida, ¿hasta cuándo piensa usted seguir teniendo niños?



Mortis



Sí: Azucena murió allí mismo de un síncope. El homúnculo envuelto en puntillerías antiguas, rodó y se desnucó. Y esto último no lo contaba Gastón, pero hay que ser piadosos aunque a fuerza de la desnuda verdad, pues ¿qué iba a hacer un anciano tan pequeño en este inhóspito mundo?, ¿irse a vivir a una colmena para cuidar a la reina? Gastón sabe lo demás, hasta el nombre de la calle en que ocurrió aquello tan extraño,

unos niños que nadan cada vez más pequeños al punto de alcanzar lo absoluto. Yo respondo sólo del final, ya que suelo darme a investigar historias truncas, tengo un

banco de datos. No, computadora no, las fichas me caen más humanas. Al manejar la de Azucena creí aspirar un vaho sutil de leche coagulada.


Armonía Somers
Cuentos de ajustar cuentas
Ediciones Trilce - Montevideo 1990

Extraído de

http://letras-uruguay.espaciolatino.com/somers/requiem.htm

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