lunes, 5 de febrero de 2007

Zwinke , Parpadeo

Esto es de junio del 2005

Saludos

Lucía

No habían pasado ni siquiera diez minutos de recorrido cuando descendió del ómnibus. Se internó en la calle que emergía tras los árboles desnudos. Caminó lentamente unas dos cuadras mientras las hojas húmedas y muertas se amontaban en la vereda. Las recién caídas crujían casi silenciosamente bajo sus pies. El otoño emitía sus últimos susurros , junio se expresaba en un día soleado haciendo una tregua tras los días lluviosos que habían azotado la cuidad.
Su recorrido se vio interrumpido por una breve redondez de piedra y pasto, algo así como una plazoleta en el que reinaba una parada de transporte de pasajeros. Dobló hacia la izquierda perdiendo la curva que la calle formaba. Un aroma a eucaliptus penetró en su cuerpo. Las tapas de sus frutos poblaban el suelo con sus tonos marrones y verdes, como si hubieran sido conquistados por hongos. Se le ocurrió que ese verde podría bautizarse como verde moho. Subió su vista y se maravilló por los enormes eucaliptus todavía florecidos entre las enormes copas.
Un grupo de adolescentes interrumpió su visión de estos autótrofos. Munidas de enormes tablas de dibujo, mochilas sobre sus excesivamente delgados cuerpos. El sol de ese momento los había sorprendido como a muchos otros habitantes de esa cuidad, con demasiadas ropas.
Miles de hojas tapizaban sus pasos, hogar de numerosos seres, insectos, hongos, que se mantenían alejados de las personas que obsesivamente encienden hogueras donde queman los remanentes foliares que habían caído pintando el paisaje de tonos ocres y amarillos en contraste con el monótono gris del hormigón. Más aún cuando parecían haberse perdido aquellas baldosas amarillas con canaletas que dificultaban patinar cuando era pequeña.
Cruzó la calle descubriendo una feria casi inerte con vestigios de algunos puestos que estaban siendo desarmados. El color del ladrillo llenó sus ojos, tan liso y homogéneo que parecía que hubiese sido pintado con un pincel. Súbitamente toda esa percepción fue interrumpida por el canturreo de las cotorras que habitan en las copas de los eucaliptus. El chisporroteo de sus cantos, sus enormes nidos construidos con palitos, colectivos, para varios habitantes, magistrales.
Atrás quedo la enorme plaza, poblada de hermosos y centenarios árboles, con sus pájaros y juegos tan inmaculada que parecería que nadie la habitaba. El mar azul coronaba la calle, aunque el aire carecía de aroma como si ni siquiera este hubiera despertado. Eran apenas las dos de la tarde y la ciudad todavía parecía somnolienta con alguna gente que se animaba a dejarse seducir por su enorme belleza.

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